lunes, 22 de agosto de 2011

Otro alarde de estupidez supina

Por fin ha terminado la visita Papal, eso sí, con treinta y nueve millones de euros menos en el bolsillo. Con la que nos está cayendo, esto ha sido otro alarde de estupidez supina por parte de los que nos gobiernan, por mucho que intenten convencernos de que las ganancias obtenidas con su venida verán duplicados los gastos. No voy a llenar esta página en blanco con todo aquello en lo que se podría invertir ese dinero: os lo dejo a vosotros. Seguro que se os ocurren un montón de buenas ideas. Quiero pararme, detenerme sólo un segundo, en ese millón de imágenes con las que nos han bombardeado día y noche desde hace ya no sé cuánto. Me he quedado petrificada, como aquellas estatuas de sal que menciona la biblia, al ver esta estampa que creí enterrada, que imagino en un cajón encerrada hace años. Durante estos días hemos sido la alegoría de esa España que creí muerta: la de la derecha más recalcitrante, la de mantilla y misa de domingo. Sólo faltó que alguno en el Valle de los Caídos levantase el puño en alto y pegase bien fuerte sobre la lápida para que nos enteremos de una puta vez quién manda aquí. Se debió de revolver en su tumba, con esa gracia y donaire que le caracterizaba, cuando los vientos le llevaron la noticia de que se baraja la posibilidad de que el Vaticano restaure su basílica. Y a mi se me revuelven las entrañas, se me encoge el corazón, me duele cada uno de los porrazos de aquellos, que como yo, se ofenden ante la hipocresía y la falta de memoria. No hemos aprendido nada en estos dos mil años, lo suscribo, me ha quedado tan claro estos días que incluso estoy por rebatirle a Darwin su teoría de la evolución  -estaréis conmigo en que en la especie humana no sobreviven los más fuertes e inteligentes- es la única razón que encuentro para sustentar todas las barbaridades que cometemos. Somos las ovejas del Señor, quiero decir, somos los borregos que van tras su pastor sin abandonar el camino: dos millones de ellas, venidas de todas las partes del mundo, reunidas para mostrar pleitesía al que ocupa el trono de Pedro (Bee, bee, bee). Agonizantes, exhaustas por el cansancio, por el calor del camino, sufriendo en sus propias carnes el martirio de Jesús de Nazaret en el desierto. Pobres ellos, asistidos en todo momento por voluntarios paramédicos borregos reunidos para la ocasión. ¿No queríais una prueba de fe? ¿Acaso no sois vosotros los que imploráis el tormento, que sufrió vuestro dios en la cruz, para expiar vuestras culpas? Sois unos cristianos de pacotilla, meapilas, santos sin devoción; porque si fuese de otra manera, si de verdad sólo uno de vosotros creyese en lo que predica, ahora mismo no estaríais en España, sino en Somalia, por poner un ejemplo, donde los niños se malnutren porque no tienen y no porque no quieren, donde ancianos caen desplomados por las altas temperaturas y no tienen una mano que les ayude, donde no hay agua, donde no hay una sombra, donde no hay un solo minuto para adorar falsos ídolos. Este es vuestro sitio, si de verdad, anhelais seguir los pasos de vuestro dios. Pasad cuarenta días con sus cuarenta noches en el desierto, y luego a ver cuántos bailan el waka-waka cuando vuelva de visita su Santidad.

domingo, 7 de agosto de 2011

De la pasión y el arte


Sucede, a veces, que las pasiones y el arte se cruzan. Volaban las musas por el Montparnasse; esas musas grises que nos conducen al tormento, al sufrimiento, a la locura en el peor de los casos. Lee Miller fue una de ellas. Con tan solo 22 años era una modelo reputada, portada del Vogue y disputada por fotógrafos, por cineastas e incluso por una ristra enorme de amantes, que se debatían por sus atenciones - Cocteau le dio un papel en su película " La sangre de un poeta", Picasso llegó a pintar hasta 6 retratos de ella -


 

Sin embargo, en ninguno despertó tanta pasión como en el fotógrafo Man Ray. Cuando Lee decicide dejar Nueva York para marcharse a París tiene muy claro a quién busca. Años más tarde, ella reconocería, que había provocado aquel encuentro en la cafetería del Montparnasse, donde se ofreció como alumna y él la rechazó con solo dos argumentos: que no aceptaba alumnos y que al día siguiente partía hacia Biarritz. Se fue con él. Durante los tres años que permanecieron juntos trabajaron codo a codo. Primero como creador y ayudante, luego como amantes e iguales y por último en la etapa final como adversarios.


La calidad de la mujer como artista había quedado patente y su necesidad de independencia también. Como no podía ser de otra manera, los tiempos de bonanza en los que trabajaban mano a mano, en los que incluso hicieron un hallazgo importantísimo para la fotografía: la solarización, llegaban a su fin. Aunque los surrealistas de la época defendían el amor libre, de sus parejas femeninas esperaban que se comportasen de otra manera. Esta fue la principal causa de la ruptura entre los dos artistas. El rodaje de la cinta de Cocteau, propició que Man se ahogara en sus propios celos, y que en un arranque de locura seccionase el cuello de ella en una fotografía al enterarse de su relación con el ruso Zizi Svirsky, un personaje muy conocido en la sociedad parisina de la época. Corría el año 1932, y ante los acontecimientos Lee escapa de París y se refugia de nuevo en Nueva York. Al darse cuenta de lo que había hecho, Man compra una pistola y contó a todo aquel que quiso escucharlo que no sabía que hacer: si usarla para él o contra ella. Su locura era patente y tardaría muchos años en recuperarse. La pistola que enseñaba, apareció poco después en un autorretrato en el que su cuello pendía de una soga, y delante de él una botella con veneno que descansa sobre una mesa.


Luego, en los meses posteriores, el fotógrafo crearía dos de sus mejores obras en las que su musa seguía siendo ella. Cinco años tardaron en reconciliarse, pero aquel tiempo les sirvió para transformar aquel amor tumultuoso en una profunda amistad, que duró hasta la muerte del artista en 1976.

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