Aturdida por el primer rayo centelleante que entró por esta ventana, con las pupilas cubiertas por un tosco manto gris, con la garganta seca, la voz tomada y el pulso casi imperceptible: así me he levantado esta mañana; con los sueños rotos, y un día por delante del que no tengo mapa. Deambularé sin rumbo a la espera de que la brújula dorada retome el norte. Recorreré los límites de mi mente, exploraré esos lugares donde sólo mi alma llega cuando me abandona. Exhausta ante el solo hecho de pensarlo, negociaré con mi alter ego todas las posibilidades, todas las probabilidades que se presentan. Mientras tanto, mientras me decido a seguir, o a parar, mientras todas las ensoñaciones y divagaciones recorren cada uno de estos senderos que pueblan mi cabeza, daré otra vuelta en la cama. Me esconderé bajo las mantas y ahogaré los gritos de mi garganta contra esta almohada, que ahora, es mi única confidente. La cobardía de mis miembros transformada en desidia, en pereza; y este fino hilo de cordura, lo único, que me separa de la muerte que vive bajo mi cama. Ahora, en este instante, nada podría diferenciarme de una pequeña cucaracha, de un pequeño insecto en el que nadie repara. Podría ser ese gusano de mezcal que vive dentro de una botella, un pececillo que con cada vuelta dentro de su pecera redescubre un nuevo mundo. En momentos como este añoro tanto la falta de conciencia: daría lo que fuese por sufrir esta metamorfosis, vendería mi alma a cambio de arrancar el dolor de mi piel, de que mis sentimientos fuesen vetados.
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