miércoles, 16 de marzo de 2011

Manual del buen escritor

No hay escritor que se precie, o que lo aprecien, si no va escondido tras unas gafas de oscura y dura pasta. Tras esa apariencia miope, que no le deja ver el mundo tal cuál es, que se le muestra borroso y engañino, ha de vivir un buen aprendiz. Un poco desaliñado y bohemio en el vestir, con ese aire de pesadumbre que deja un rastro al pasar como si llevase puesto Chanel nº 5. Estoy segura que, en un principio, ni siquiera hace falta saber de la complejidad gramatical de altos vuelos, de metáforas y sinalefas, de prosas y poesías. Tan solo es conveniente asumir tu papel, ese rol que decides emprender una mañana al levantarte, y luego llevarlo a cabo. Tendríamos que hacernos con un foulard o con una bufanda gruesa y enrrollándola en el cuello nos será más fácil esconder esas palabras que  mascullamos al caminar por la calle. Luego el resto del atrezzo va en el gusto de cada uno; los hay que siempre van provistos de paraguas, incluso en pleno mes de agosto, seguramente este tipo vayan para poetas. Es algo normal, no son capaces de ver el vaso lleno ni aunque el agua se les salga por fuera. Otros prefieren cargar cor el portafolios a cuestas, aunque hayan quedado para dar un paseo por el parque, y algunos portan siempre un libro en sus manos, como aquellos clérigos que no se separaban de su misario. Da igual la opción que se escoja, cualquiera de ellas es válida, lo verdaderamente importante es el porte, el creer que somos escritores, y que algún día alguien reparará en nosotros. Pero para que esto ocurra, no podemos aletargarnos en casa. Debemos hacer vida pública, dejarnos caer por algún café, y ante una taza humeante sacar nuestro blog y estilográfica, y con aire pensativo garabatear mientras que nuestra musa no decida visitarnos. Sin duda, también será conveniente buscar entre todos, alguno más como nosotros, y así, día tras día ocupar siempre la misma mesa y dejar que nuestras mentes divaguen sobre asuntos intrascendentes propios de nuestro oficio. Al cabo de un tiempo, la gente comenzará a reparar en nosotros, y cuando menos te lo esperes, al pasar alguien dirá: ese es escritor. Si dirá otro, lo veo a menudo mirando el mar, sentado bajo aquel olmo sin más compañía que el humo de su cigarrillo. Y el camarero que no puede reprimir el intervenir, dirá: Tiene que serlo, sólo los escritores y los locos hablan con la luna. Me lo encuentro cada noche al cerrar el bar.
Y así, sin más complejidad, que aquella que nosotros queramos darle, sólo tenemos que ponernos a escribir.
Pero claro, eso ya es otra historia.

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