miércoles, 4 de agosto de 2010

Lágrimas de Cristal.







CAPÍTULO DOS


Me quedé viendo como el tren se perdía en el horizonte. Su traqueteo, creciente en velocidad y menguante en volumen parecía describir con detalle nuestra historia. El reloj marcaba las siete y cinco exactamente. La manecilla encargada de señalar los segundos estaba anclada en el doce y parecía haberse rendido por fin. Hasta el maldito reloj parecía satirizar sobre la estampa que mi soledad ofrecía en la estación. Mi alargada sombra marcando las doce en punto, quieta, parada, detenida sobre un mundo en el que ya no corría el tiempo.

Tiene gracia que todavía me acuerde de este sentimiento… la manecilla de un reloj estropeado. Menudas tonterías se me pasaban por la cabeza a mis diecisiete años. Sin embargo, también recuerdo que había sido un sentimiento muy fuerte, realmente mi mundo se había marchado en aquel vagón.







Como aquél que de repente recuerda haber dejado una olla al fuego, me dirigí, de pronto, al baño público de la estación. No tenía necesidad, fue más bien un acto reflejo.

Me miré en el espejo. Realmente daba lástima. Parecía que la tristeza se hubiera apoderado también de mi aspecto y casi no reconocía mi reflejo. Me lavé la cara. De pronto me sentí un poco mareado así que me froté vivamente, confiando en que el frío pudiera espabilarme. Por alguna razón el siguiente recuerdo flota levemente borroso en mi memoria. Recuerdo que un hombre entró al baño también. Sería más o menos de mi estatura, aunque mayor que yo. Llevaba un sombrero negro y una gabardina a juego. Además, su barba de tres días le daba un aspecto como de detective privado con falta de sueño, no sabría describirlo mejor, solo veo detalles dispersos de su aspecto. Tenía una mirada fría, inexpresiva… aquellos ojos me miraron y me hablaron:

-- Qué chaval, ¿cómo lo llevas? – sus palabras me cogieron por sorpresa.

-- ¿Eh, qué? – mi cara goteando y mis ojos hinchados seguro que le pareció gracioso.

-- Digo que si te encuentras bien. No tienes buen aspecto.

-- Estoy bien, creo que… – me interrumpió.

-- Es más, diría por tu expresión, que has perdido algo – se acercó y clavó aquellos ojos oscuros en los míos. Estaría como a unos treinta centímetros y podría asegurar por su aliento que disfrutaba del whisky escocés – algo importante, sin duda… déjame adivinar.

Mientras me hablaba, me agarró la mandíbula y me torció la cara para ambos lados, parándose unos segundos a examinar mis perfiles, como si creyese que allí podría encontrar alguna respuesta. Me estaba sintiendo realmente incómodo. Traté de desechar mi dolor momentáneamente y rehacerme, ¿qué estaba pasando?

-- Oiga, ¿quién es usted? ¡Y no me toque! – le dije mientras golpeaba su brazo para quitar sus gruesos guantes de cuero de mi cara -- ¿es que busca pelea? – sin duda no tenía ninguna oportunidad de atizarle pues, además de su aspecto peligroso era mucho más ancho que yo…

-- No hijo, no. Solo que me habías preocupado. Estás hecho un desastre. Casi ni te reconozco. Será mejor que te seques, toma – sacó un gran pañuelo blanco de uno de los bolsillos de su gabardina. Al sacarlo, algo pareció caérsele al suelo. Sonó como una canica, pero no rebotó mucho. Me agaché a cogerlo y examiné el pequeño objeto. Sin duda tenía la forma de una gota de agua, pero estaba hecha de cristal. Antes de que mi visión todavía borrosa me permitiese fijarme mejor, el hombre de negro me la sacó de un manotazo. El objeto recorrió las paredes del baño con su tintineo y acabó sin romperse en algún lugar del suelo.

-- Será mejor que no la toques. – por alguna razón su forma de hablar me resultaba familiar. Se dio la vuelta y parecía dispuesto a marcharse. – por cierto, se me olvidaba… -- se giró sobre sí mismo, de nuevo hacia mí, y sin darme oportunidad a entender qué pasaba, me propinó un fuerte puñetazo en el estómago que me dejó tirado en el suelo, sin aire. – y esto para que no me olvides, Félix, aunque para asegurarme… -- hundió una de sus botas militares de un puntapié en mi estómago y sin más salió de allí. Quedé un rato retorciéndome en el suelo, llorando. Me dolía el cuerpo y me dolía el alma, o la mente, llámenlo como quieran. Me había quedado sólo y por encima algún tipo de perturbado me conocía y me había dado poco menos que una paliza… por otro lado, allí estaba aquel objeto, al lado de mi boca babeante, salpicado de un poco de mi sangre. Era una especie de pequeño objeto de cristal. Parecía representar una gota de agua. No tenía ningún tipo de agujero para fijarlo a un collar ni nada parecido, era simplemente un trozo de cristal. Recuerdo que me había parecido una lágrima de cristal. Como si en realidad, lo que había caído al suelo hubiese brotado de mis ojos y no del bolsillo de aquel misterioso personaje. Aquella lágrima de cristal, al reflejar la luz en ella, parecía mostrar un mundo diferente en su interior. Todo un mundo. Pero no un mundo de luces, no quiero hacer ninguna metáfora, dentro había un mundo entero, lleno de vida y alegría, pero también de muerte y tristeza.

Tras pensar esto, miré al techo y me desmayé. Hasta aquí mis recuerdos de este día.


El Mundo del Prisma.



Un plácido día de finales de otoño llegaba a su fin. El sol rozaba el horizonte y las sombras se alargaban en la estación. Allí, ajetreados pasajeros recorrían el andén a prisa con ánimo de no perder el tren de las siete. El reloj estaba a punto de anunciarlas con su habitual campaneo.

Se veía gente yendo y viniendo, arrastrando su equipaje. En un banco, un hombre vestido de negro parecía observar este vaivén mientras jugueteaba con algo que brillaba sobre uno de sus guantes. A su lado, una señora parecía arrastrar las maletas a la vez que tiraba de su hijo que, encaprichado porque ésta no le había comprado nada en la tienda de golosinas, lloraba con un falso desconsuelo. El hombre de negro meneó divertido la cabeza, estaba seguro de que esa estrategia le había funcionado con anterioridad al crío, pero juzgó que la madre había sido dura por miedo a no embarcar a tiempo.

La atención del Hombre de Negro pareció centrarse en una pareja de enamorados que se despedían a dos vagones de distancia.

-- Te quiero – le pareció oír que decía aquel chico. ¿Cómo podía un chico, casi un hombre como aquel, llorar como lloraba? Un hombre debe ser fuerte.

Susana – escuchó – esa Susana debía de marcharse y el marica de su novio lloraba sin consuelo.

El Hombre de Negro pensaba estas cosas mientras Susana subía al tren. Mientras su novio, desconsolado, se quedaba de piedra observando la marcha del ferrocarril, observando el reloj, observando la estación casi vacía… algo no le encajaba al Hombre de Negro.
“Mierda, algo no me encaja”. El Hombre de Negro se levantó, desconcertado. Se dirigió hacia la salida de la estación, no parecía esperar el tren en aquel momento. Se paró y volvió sobre sus pasos. Se frotó las sienes. – “Ggrr” – gruñó. “No soporto a esta clase de imbéciles”. Volvió a sentarse en el banco en el que estaba anteriormente y, tras cruzar y descruzar ambas piernas varias veces, se puso a ver los reflejos cobrizos de los últimos rayos de sol a través de una especie de prisma cristalino.

Más tarde, el reloj marcó las siete y diez. Un maravilloso reloj que nunca se estropeaba.

2 comentarios:

fini dijo...

Esto pinta bien!!!:)

Serch dijo...

gracias, creo que la idea que tengo es demasiado para que la pueda escribir bien... a ver.

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