Esa noche Carla no pudo dormir. Su corazón se agitaba dentro del pecho como un conejillo asustado y sus ojos se mantenían fijos en la luna. No paraba de darle vueltas a aquel asunto. Si cerca de ella se encontraba una de aquellas figuras malditas, no tenía ni la menor idea de donde podía estar. Intentaba ordenar sus pensamientos pero su razón le decía que aquello era sólo un cuento; un cuento para niños, o aún peor, un juego para locos. Como podía depender de unas simples figuras el orden mundial. En que cabeza cabría pensar que su poder fuese tan ilimitado que se produjesen asesinatos y todo tipo de tropelías. Barajando todas estas hipótesis, al fin le sobrevino el sueño, ya de madrugada.
Manuel recibió el alta esa tarde, a pesar del altercado que había protagonizado hacía un mes. El cuadro médico no se lo tuvo en cuenta. Los había convencido con un buen comportamiento durante aquel tiempo. Ya eran demasiados años, en aquel lugar, del que entraba y salía a su antojo. Todos sabían que era el más cuerdo en aquel centro, y a pesar del hincapié que se hizo en su caso, nunca lograron averigüar que llevaba a aquel hombre tan culto y educado , a ingresarse voluntariamente en el psiquiátrico. Supusieron que un desengaño amoroso lo había llevado a aquel estado. Nunca sabrían lo lejos que estaban de la verdad.
Recogió sus cosas y acabó de meterlas en aquella mochila de cuero que llevaba acompañándole tanto tiempo. Ajada por el uso, las esquinas se habían ido deshilachando, dejando entrever parte de su contenido. Se la puso al hombro y tras cruzar la entrada, tomó el mismo camino empedrado que Carla había recorrido durante su salida. Debía de darse prisa si quería llegar a La Seu D´Urgell antes de que anocheciese.
En el horizonte, una fina línea roja enmarcaba los bordes de la montaña. Aún era de noche y las estrellas seguían adornando la bóveda celeste, pero Matías sabía que debía apurar aquel breve tiempo, antes de que el sol apareciese e inundase el pueblo con toda su luz. Bajó al sótano, se calzó las botas de trekking y sacudió el polvo de su grueso anorak. A toda prisa cruzó la plaza del pueblo y cuando se creyó seguro abandonó el camino para internarse en el bosque. Hacía demasiado tiempo que no subía a la montaña, pero el tiempo transcurrido no había sido suficiente para hacerle olvidar aquel sendero. El camino estaba intransitable, la maleza se alzaba por encima de su cabeza y en algunos tramos se entrelazaba formando un túnel natural. Tras media hora, un claro se abrió en el bosque. Unos matorrales ocultaban parcialmente la entrada de la cueva. Al entrar Matías se agachó, y durante un buen trecho recorrió aquel angosto tramo, reptando. Olía a humedad; como esos viejos armarios que llevan años sin ser abiertos. El agua se deslizaba serpenteante por las piedras, y enseguida, el anciano notó como sus ropas se iban encharcando, dificultando a cada paso que daba, sus torpes movimientos. Se estaba haciendo viejo, quizá no había sido consciente de ello hasta ese preciso momento. Al cabo de unos metros, la gruta se fue ensanchando paulatinamente, propiciando que Matías avanzase con más facilidad. Tras diez minutos, ante sus ojos se descubrió aquella maravilla de la naturaleza. Y como veinte años atrás sintió el mismo cosquilleo recorriendo su cuerpo. Ante él, el muro de piedra natural se mantenía impertérrito, con sus curvas lisas, talladas por el agua que se filtraba del exterior, y que gota a gota se había ido posando en su seno formando aquel lago de aguas cristalinas. Se desprendió del anorak de las botas y se sumergió en el agua. En unos segundos dio con lo que andaba buscando: un bote cilíndrico de un metro de largo y unos veinte centímetros de diámetro, que seguía intacto a pesar de los años. Lo abrió despacio y con suma delicadeza vació su contenido sobre un pequeño montículo que permanecía seco. Allí estaba el paño que llevaba tatuado en su piel el secreto más buscado del mundo. Ni siquiera la sábana de Turín era capaz de ensombrecer el ansia que despertaba en todo el mundo este pedazo de tela.
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