Carla despertó justo al alba, como cada mañana desde hacía un mes. Sebastián era más puntual que cualquier reloj suizo; en el preciso instante en el que el primer rayo de sol despuntaba en el horizonte, hinchaba sus pulmones y luego soltaba su kirikiki como si dispusiese de mil vatios de sonido. La primera mañana, la joven sobresaltada, se levantó echa un basilisco, y al abrir la ventana, no se le ocurrió mejor idea que lanzarle un vaso de agua. Sebastián herido en su orgullo, se tomó a pecho su cometido, y a partir de ese día decidió que el tejado del vecino era un lugar mejor para dar la bienvenida al nuevo día. Sin embargo, al cabo del tiempo entre ellos se estableció una tregua. Carla arrepentida, comenzó a dejarle, en el alféizar de su ventana, unas migas de pan, y él en agradecimiento se contorneaba durante unos minutos, exhibiendo su plumaje.
Cuando bajó, Matías ya estaba enfaenado en la cocina. El olor que emanaba de la cafetera inundaba toda la estancia, y se mezclaba con cada uno de los ruidos que salían de alguna parte de la encimera. Se sentó en una esquina dispuesta a deleitarse con la sinfonía que interpretaba cada uno de los aparatos. En la sartén el crepitar del bacon se fundía con los gorjeos de la cafetera, y en la otra punta, los chasquidos de las tostadas emulaban unos timbales lejanos. Y Matias, espumadera en mano, dirigía son sobriedad y talento aquella magnífica orquesta; digna de las mejores óperas del mundo.
Se habían acostumbrado el uno al otr4o. Carla no tenía prisa por irse. Nadie la esperaba, tampoco tenía a donde ir. Y Matías, aunque reacio a que se le notase, guardaba para su fuero interno la felicidad que le producía tenerla, a ella, en casa. Como en los viejos tiempos, cuando Irene y él coparían su vida en aquel lugar.
-¡Aquí tienes tú café!- dijo Matías acercándole una taza humeante. Ya tiene azúcar- continuó. Tres cucharadas, ¿no es así?
Ella le sonrió delicadamente en señal de afirmación, y entonces, sintió la necesidad de contarle como había llegado hasta la cuneta donde la había encontrando. Se remontó a su niñez en el orfanato, días felices, a pesar de todo, y de como aprendió a jugar al ajedrez, antes casi, de que aprendiese a hablar. De como malvivió durante un tiempo en aquel ático, de su trabajo resolviendo partidas imposibles, para una multinacional que organizaba juegos on-line. Entre sollozos, recordó los asesinatos, el damero, y la serie de acontecimientos que desencadenaron su internamiento en el psiquiátrico. Luego, más serena, le relató como aquel hombre se le había acercado y le había entregado una nota. Y el anciano, que hasta ese momento, había permanecido en silencio, interrumpió a su interlocutora.
-¡Parece mentira que no te hubieses dado cuenta!
- Si, tienes toda la razón del mundo - asintió ella. Una vez lo tuve delante, me di cuenta de lo torpe que había estado. Obviamente, la medicación tuvo parte de culpa, pero aún así, estuve falta de reflejos.
- Y las autoridades, ¿a qué conclusión llegaron ante los asesinatos?
- La verdad, sólo se lo que se publicó en los periódicos. En un principio se hablaba de un asesino en serie, pero luego, se descartó porque no había pruebas que relacionasen los casos. Luego, ya no supe nada más. En el centro, durante el período de adaptación nos tenían prohibido recibir estímulos externos.Así que, la tele, la radio y los periódicos estaban bajo llave.
Se hizo el silencio.
El librero desapareció por la puerta sin mediar palabra. Al cab0o de un rato apareció con un montón de libros cubiertos por una fina capa de polvo. La muchacha retiró rápidamente los servicios de la mesa y ayudó a su compañero con aquella pesada carga. Se colocó sus pequeñas gafa, y con aquellos dedos encorvados por la acción de la artritis, fue pasando lentamente hoja a hoja. De vez en cuando se detenía y leía algo que le resultaba interesante. De un libro pasaba a otro sin seguir ningún orden. Parecía que buscaba algo, era obvio, pero Carla no tenía ni la menor idea de que podía ser.
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