viernes, 1 de octubre de 2010

UNA PARTIDA DE AJEDREZ(XI)

Matías entró a la casa por la parte de atrás para evitar las preguntas inoportunas de Clara. Temía sus miradas inquisitorias y tampoco quería mentirle más de lo necesario. Se deshizo del anorak y de las botas, y subió a toda prisa las escaleras que conducían al piso de arriba. Se despojó de aquellas ropas encharcadas y se apresuró a cambiarse antes de que lo cogiese el frío. Pero ya era demasiado tarde, al cabo de una hora sus mejillas y sus sienes estaban ardiendo. Carla presintió que algo no iba bien tras el desayuno. Matías se ausentó de la librería, a pesar de que los pedidos atrasados, se amontonaban en las estanterías del establecimiento. A la hora de comer, colgó el cartel de cerrado, y subió apresuradamente en busca de una buena explicación. Se encontró al anciano tumbado en el sofá, envuelto en una manta, tiritando y semiinconsciente. Alarmada, corrió hacia la casa del médico. Estaba tan enfadada con él que un par de veces estuvo a punto de dar vuelta, y darle así una buena lección. Era un cabezota, pero no podía permitir que le ocurriese nada malo, después de lo bien que se había portado con ella. Don Ramón le extendió un par de recetas, y le explicó a Carla como había de darle el medicamento a Matías.

-Es fundamental que sigas mis indicaciones, y que no olvides ninguna de las tomas.
- De acuerdo - asintió Carla, meneando la cabeza. No se preocupe, lo haré tal y como me ha dicho.
- A su edad, -continuó el doctor-  hasta una neumonía leve, como es esta, podría llevarlo a la tumba.
Carla lo despidió amablemente y lo acompañó hasta la puerta agradeciéndole, por enésima vez, la rapidez con la que había acudido.
 Antes de ponerse otra vez con el trabajo, pasó por la habitación de Matías. Ahora descansaba y, afortunadamente, la fiebre estaba empezando a remitir.
Pero por más que lo intentó no fue capaz de concentrarse. En su mente, una sola idea vagaba de un lugar a otro: Matías le ocultaba algo, era obvio, pero que sería tan importante que lo llevase incluso a arriesgar su propia vida. La impaciencia estaba desbordándola, así que aprovechó que los últimos clientes abandonaban la tienda, para cerrar.
Sin embargo, un rezagado de última hora, abortó sus planes.
Aquel hombre, que se parapetaba tras un abrigo negro de solapas levantadas, le agradeció su acto educadamente, tras lo cual desapareció tras las altas estanterías. Carla hinchó sus pulmones de aire deliberadamente, en un intento de conseguir un plus de paciencia, como si creyese que tal virtud pasea disuelta en tal elemento. Al cabo de veinte minutos, con aquel carácter tan poco tan hilarante, emprendió la búsqueda de su cliente. Recorrió uno por uno todos los pasillos, e incluso revisó la trastienda, pero no había ni rastro de aquel personaje tan sumamente raro. Volvió a la tienda corriendo, cerró la puerta con llave, y cogió tras el mostrador la barra de hierro que Matías le había mostrado tiempo atrás, cuando había comenzado a trabajar allí. Subió a toda prisa las escaleras y enloquecida fue hacia la habitación del anciano. Allí estaba, sentado al lado de Matías. Levantó la barra lo suficiente para asestarle un buen golpe en toda la espalda. El hombre cayó, emitiendo un golpe seco cuando su cuerpo se estampó contra la madera del suelo. Cuando se disponía a asestar el segundo golpe, aquel hombre  gritó algo que dejó a Carla estupefacta.
Sus ojos buscaron los de Matías, esperando encontrar una respuesta a todo aquel sin sentido.
- Tiene razón - se apresuró a confirmar- Él, es tu padre.

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