Seara llegó,a casa, cansada. Tiró con los libros en la cama, y se dejó caer a su lado como si su cuerpo ya no tuviese vida. En su mente agitada, los pensamientos se peleaban por sobreponerse unos encima de otros: la tarea de matemáticas, la de física, el trabajo de literatura...pero antes aún debía de terminar de leer el libro trimestral.
Alicia descansaba en la última estantería de la librería, y se deslizó hasta caer en el escritorio, arrastrando consigo una fina capa de polvo que se convirtió en una inesperada nevada para los folios esparcidos por aquella mesa.
Seara, asustada por el golpe seco que produjo el libro al caer, se levantó rápidamente a ver que sucedía. La novela permanecía balanceándose, en el filo de la madera, con sus brazos abiertos, intentando no caer hacia la nada. Seara lo salvó, justo cuando sus fuerzas comenzaban a flaquearle, y lo incierto del abismo era lo único que le deparaba el futuro. La niña lo levantó, y con la mirada siguió el párrafo que señalaba su dedo índice.
Entonces, azul, todo a su alrededor se tiñó de azul; una cascada azul se colaba por su ventana inundando todo a su paso, incluso ella también era azul. Los cristales que estallaban a su paso, se convirtieron al segundo en una fina lluvia azul que mojó sus zapatos, y que comenzó a deslizarse por debajo de su puerta, como un río que va hacia el mar...La habitación comenzó a dar vueltas, y vueltas, y vueltas hasta diluirse en un gran agujero de pequeñas pelotitas azules que no paraban de girar y que la atraían hacia él como si se tratase de un imán gigante. Seara sintió como el miedo corría por sus piernas, parecían dos postes atados al suelo, y por más que luchaba, hacía un buen rato que no le obedecían. Sin embargo, cuando estaba decidida a abandonarse a su suerte, una mano aparecida de la nada, asió la suya con fuerza, y la acompañó una voz que le susurró que no había peligro. Se prepararon para que aquel enorme torbellino los tragase, como si fuesen un pequeño aperitivo azul, y en aquel preciso instante en el que se miraron, los absorbió. Fueron dando trompicones contra las curvas azuladas de algodón, esparcidos y desintegrados en la más pequeña de las formas. Por momentos, las partículas de la cría formaban círculos elípticos alrededor del otro cuerpo, y luego, unidas sus formas se encontraba con diminutos puntitos que la atravesaban durante interminables minutos.
Una alarma antiincendios sonaba, a lo lejos, a través de la noche. Aquel chirriar despertó a Seara de su sueño; con los párpados a medio abrir intentó, en vano, que sus músculos también despertasen. Miró, de nuevo, todas aquellas fórmulas garabateadas en su libreta, y entonces, su mano, que hasta aquel momento, parecía inerte, agarró el lápiz y comenzó a despejar aquella incógnita que le faltaba por resolver. A punto de amanecer, Seara, suspiró aliviada.
Gracias, Everett, dijo mirando al cielo.