Carla apagó el despertador de un manotazo y saltó de la cama. Encendió el primer cigarrillo de la mañana y se colocó frente al tablero, estudiando detenidamente la última jugada de su adversario, hasta que el silbido de la cafetera la despertó de su letargo. No tenía ni la más remota idea de cómo proseguir, se sentía bloqueada. Hacía días que un rum- rum nublaba su pensamiento, y el aire enrarecido que se respiraba en aquella buhardilla tampoco le ayudaba demasiado. Así que cogió las llaves del coche y con la otra mano asió el bolso de bandolera que descansaba sobre la repisa de la ventana. Aquella mañana la ciudad parecía un hormiguero, atestada de vehículos y gentes que iban y venían de un lugar a otro. En la primera manzana torció a la izquierda, buscando el camino más corto que la llevase hasta el mar, pero al cabo de unos minutos el tráfico se detuvo. Unos cuántos coches más adelante, la luz de las sirenas teñían los rostros de los que allí se apiñaban. En un arranque de paciencia puso en marcha el CD del coche, esperando que aquella fatídica casualidad no la retrasase demasiado. Pero los minutos iban pasando y sin pensárselo dos veces bajo del coche intentando averiguar lo que había sucedido. Al acercarse, un cordón policial pedía reiteradamente al grupo que se mantuviese separado, aunque sin lograrlo. Como pudo fue haciéndose un hueco entre aquella marabunta, y al fin la vio: una joven tendida en el suelo nadaba en medio de su propia sangre. La mujer que tenía al lado le informó, al tiempo que se secaba las lágrimas, que la pobre muchacha había sido asesinada, y que de momento los investigadores no tenían ninguna pista. El olor de la sangre turbó aún más el estado de ánimo de Carla, que decidió en aquel preciso instante, que lo mejor era volver a casa. De camino paró para hacer unas compras, por que pensó que le vendría bien tener algo en la nevera, por si le apetecía comer. Al llegar, llevó todas las bolsas a la cocina y se dispuso a preparar una ensalada. Lavó la lechuga, picó el tomate, y de repente sintió la urgente necesidad de volver a su partida de ajedrez. Y allí estaba aquel maldito tablero, que desde su infancia, sólo le daba quebraderos de cabeza. Aún no había encontrado la jugada, no entendía que la empujaba a acercarse. Al principio no notó nada, pero en una segunda ojeada se dio cuenta de que alguien había estado allí, el alfil no estaba en su sitio. Alguien había resuelto la jugada. Corrió hacia la cocina y agarró el primer cuchillo que encontró, quizá el intruso aún seguía dentro de la casa. Una por una fue recorriendo todas las habitaciones pero allí no había nadie además de ella. Se acurrucó en el sofá, con un vaso y una botella de whisky, abrumada por todos aquellos acontecimientos que escapaban a su entendimiento.
Despertó. La luz del sol entraba por la claraboya del techo. En algún momento de la tarde anterior el alcohol había ganado la batalla sin que ella se diese cuenta. Al incorporarse un fuerte martilleo golpeaba su cabeza, haciéndole cerrar fuertemente los ojos, como si dentro de su sesera hubiese un resorte para tal faena. Se preparó un café doble y sin azúcar. Lo último que necesitaba era perder otro día, y por encima por culpa de una maldita resaca. Abrió la puerta de casa y como de costumbre se acercó al buzón de su vecino para apropiarse durante un rato de la prensa diaria. En aquellos cuatro años ni una sola vez el anciano advirtió aquella pequeña tomadura de pelo. Volvió al sofá dispuesta a ponerse al día sobre las últimas noticias cuando de repente sus ojos se posaron en la fecha del periódico. Se había dormido durante dos días enteros. Quizá - pensó- esto sea el preludio al fin de mi carrera. Un par de línea más abajo, informaban a toda página del hallazgo, aquella misma madrugada, de otro cadáver. El amarillismo barajaba varias hipótesis dentro de las líneas investigatorias y además afirmaba que la ciudad se enfrentaba a su primer asesino en serie. Corrió hacia el tablero, había vuelto a suceder. Aquello la estaba volviendo loca, tanto que decidió parapetarse en aquel altillo hasta que encontrase una explicación razonable. Una vez al día la visitaba el repartidor de la pizzeria situada en el bajo del edificio, y durante un tiempo fue el único contacto humano que tuvo. Los días fueron pasando lentamente, y la prensa afortunadamente no volvió a dar cuenta de ningún otro asesinato. Aún así algo dentro de su fuero interno deseaba que volviera a suceder. Una sola vez. Y por fin terminaría aquel juego. Cuando su encierro cumplía ya el mes, sonó el timbre. Carla, algo divertida, pensó que aquella mañana el pizzero había madrugado más de lo normal, y corrió a abrirle. Al entornar la puerta se encontró con el casero que escupía sapos y culebras. En tono amenazador le requirió el pago de la última mensualidad, y luego le reprochó la falta de higiene que había en aquella casa. Carla estalló. Con las dos manos le pegó un empujón, y el casero fue rodando escaleras abajo hasta parar en el primer descansillo. Asustada bajó corriendo pensando en las mil y una maneras de disculparse pero ya no le hacían falta. De la misma boca que hacía unos instantes brotaban toda clase de improperios ahora emanaba un hilito de sangre. Tenía la nuca rota.
Subió deprisa a buscar su móvil. Debía de explicarle a la policía que había sido un maldito accidente.
En el tablero un jaque mate daba por finalizado el juego.
1 comentario:
:D está muy bien.
Siempre me dejas bajo la sombra de la duda.
Cada vez se ven mejor redactadas las publicaciones del blog. Creo que es una buena afición esta.
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