viernes, 2 de julio de 2010

UNA PARTIDA DE AJEDREZ (III)

Carla aún llegó a tiempo de colocarse en la fila; pero dos gorilas franqueaban la puerta mientras que el primer grupo, que había entrado, ocupaba su sitio. Los miró de soslayo, se imaginó dos armarios de Ikea de esos de fácil montaje y una sonrisa se dibujó en su cara, hasta que sus miradas se cruzaron con la de ella. Agachó la cabeza creyendo que así la perderían de vista, con esa creencia que tenemos todos cuando somos niños, con esa que nos hacía mirar hacia el suelo, intentando esquivar la mirada inquisitoria del profesor que buscaba voluntarios para salir al encerado. Pero Carla sabía que no sirve de nada esconderse cuando el "profe" te tiene manía: su experiencia en aquel lugar se lo corroboraba cada día que transcurría. Y mientras en su imaginación seguía agazapada, sintió como una zarpa se hundía en su brazo. Las piernas comenzaron a temblarle y temió levantar la vista. Se había comportado como una verdadera idiota y aquel traspiés podía costarle un buen retraso en su salida. Con el chivatazo de un simple celador, como eran aquellos dos, ya podía despedirse de su tan ansiada libertad.
- ¡ Buenos días, Carla! - le espetó sonriente el celador, que aún la mantenía agarrada.
- ¡ Buenos días, Teo! - contestó timidamente.
- He pensado - continuó- que siendo estos tus últimos días entre nosotros bien te mereces no tener que esperar esta cola tan larga. Así que si te parece bien, voy a colarte - le susurró al oído.
- Me parece una idea estupenda - apostilló rápidamente, intentando que se notase lo menos posible el ataque de ansiedad que estaba sufriendo en aquel momento. Con la otra mano se sacó el pelo de delante de la cara con la mayor naturalidad posible y acompañó al celador hasta la entrada. Se despidieron con una mueca de aprobación por ambas partes, y la joven con paso firme, se dirigió a la mesa  en la que desayunaba habitualmente.

Enseguida una camarera salió, presta de la cocina, con una bandeja en las manos. Las tostadas aún estaban humeantes, y toda la sala olía a café recién hecho. La verdad es que aquel era el mejor momento de toda la jornada, le hacía sentir que aún era un ser humano y que pertenecía al mundo de los vivos. Mientras mordisqueaba una de aquellas tostadas dejó que su mirada se perdiese a través de la cristalera que la separaba del jardín. Durante aquellas ensoñaciones se imaginaba fuera, con un buen trabajo y quizá, quién sabe, incluso con hijos. Sólo los jadeos y quejidos de alguno de sus compañeros eran capaces de devolverla a este mundo. Pero aquella mañana había más jaleo de lo normal, los gritos provenían de la fila en la que había estado ella sólo unos minutos antes. De repente las dos figuras de la puerta desaparecieron de su vista y se oyó un golpe seco. Luego un silencio sepulcral que se rompía de vez en cuando por unos sollozos apagados. Parecía que todo estaba en calma cuando de repente un de los internos rompió la barrera y se coló en el comedor. Teo pidió refuerzos a través de su walkie mientras que su compañero intentaba cortarle el paso; pero todos sus esfuerzos estaban resultando inútiles. Correteaba entre el resto de los enfermos y provocaba que estos participasen de su algarabía y tirasen a su paso con cuánto objeto se topaban. Aquello se volvió incontrolable. Carla permaneció inmóvil, observándolos, estudiando cada uno de los rostros que se desencajaban, y que retorcían sus miembros como si de repente todos estuviesen poseídos por el mismísimo diablo. Al poco, los refuerzos que Teo había solicitado entre balbuceos, fueron apareciendo por la puerta. Fueron sacando uno por uno a todos aquellos desgraciados hasta que llegaron a Carla, que como una figura de sal, permanecía petrificada en su asiento. Desde la otra punta de la habitación le hicieron indicaciones para que se dirigiese a la puerta lo más rápido posible. Se levantó aprisa pero aquel hombre la interceptó a mitad de camino. Sudaba y resoplaba como un caballo después de una buena carrera, podía oírse el latido de su corazón por encima de las voces que daban los celadores. Llevaba el pelo largo y pegado a la frente, ocultando uno de sus ojos, confiriéndole así un aspecto tan siniestro que provocó que la muchacha se pusiese a temblar. Metió una de sus manos en un bolsillo y agarró algo que Carla no pudo ver; esta dio un salto para atrás.
- No tengas miedo Carla - le susurró este.
- ¿Cómo sabe usted mi nombre?
- Aunque todas las preguntas no tienen respuesta - le espetó - hay otras que si.
- ¿ De qué me está hablando? No entiendo ni una sola palabra de lo que está diciendo.
- No te preocupes. Muy pronto lo sabrás. Toma esto - y le acercó un trozo de papel arrugado. Cógelo - le indicó - y procura que esos idiotas no se hagan con él. Pronto tendrás noticias mías, querida. Y guiñándole su único ojo visible se giró y se dejó atrapar por los celadores, que antes de devolverlo a la sala de incomunicación, lo molieron a palos.
Aprovechando toda aquella confusión, salió corriendo al patio y esperó a que nadie la viese, para ver el contenido de aquella hoja. La nota rezaba así:
Uno son, el elefante y el obispo.
Carla desconcertada guardó de nuevo la nota en el bolsillo. No tenía ni la menor idea de lo que aquel hombre había querido transmitirle con aquella frase.

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