Carla hundió sus manos en los bolsillos del pantalón. El verano tocaba a su fin y la brisa matutina se colaba en sus huesos. Decidida a comenzar de nuevo siguió caminando sin prever una ruta, esperando encontrar al final de aquel camino, alguna señal. A medida que avanzaba, aquella angosta carretera se mostró ante si como un río serpenteante, que cambia su curso para no adentrarse en la naturaleza. Parecía no tener fin. El sol ya estaba casi en lo alto, y en todo aquel tiempo, ningún ser humano había dado señales de vida. El desasosiego empezaba a apoderarse de sus ánimos, y con los pies doloridos, algo dentro de si la empujaba a abandonarse a su suerte. Se sentó en la cuneta y dejó que los párpados se le cerrasen. Quizá, aquello era lo que le deparaba el futuro, una muerte irremediable pondría así fin a su triste existencia.
Notó frío. Sintió que sus miembros entumecidos descansaban sobre algo delicado. Temía abrir los ojos.
La habían vestido con un camisón anticuado y el olor a naftalina, que se colaba por su nariz, le estaba produciendo nauseas. Intentó levantarse, pero no tenía fuerzas, y creyó oportuno dejar para más adelante el preguntarse como había llegado hasta allí. El pomo de la puerta comenzó a girar lentamente, tras ella, se parapetaba una sombra. Carla percibió su respiración, costosa y entrecortada, entremezclada con los quejidos de la madera del suelo. Obviamente, allí detrás había alguien, y por la razón que fuese no se atrevía a entrar. La puerta volvió a cerrarse. Se abandonó de nuevo en los brazos de Morfeo y soñó con su niñez en casa de la señora Matilde. Tenía tantos amigos allí, que su boca, inconsciente, dibujó una sonrisa al recordarlo. Habían sido buenos tiempos aquellos, entre las risas y los juegos infantiles, había ido creciendo sin echar de menos el calor de un hogar. Matilde se había ocupado de ello. Por unas cuántas monedas al mes, el estado le enviaba criaturas a las que nadie quería, y ella sin reparar en costes, los convertía en adultos válidos para enfrentarse a la vida. Era lo más parecido a una madre, que demonios, era su madre: ella estaba allí con el sarampión y la varicela, cuando se partió la pierna tras caer del cerezo, y cuando los avatares de la vida la llevaron a su primer fracaso sentimental. Era su madre aunque no hubiese ningún papel que lo certificase, por eso cuando ella murió, Carla sintió que había perdido el bastón de su vida, y fue dando trastes por el mundo hasta encontrarse perdida sabe dios donde. La puerta de su subconsciente ahora estaba abierta y empezaron a salir todos los demonios que estaban encerrados dentro.
Carla despertó tras el amanecer con el calor del sol que entraba por la ventana. En la mesilla, una bandeja reposaba repleta de viandas: uvas y cerezas, tostadas y mantequilla, café y un zumo de naranja. Animada por el ruido de sus entrañas decidió incorporarse, y aquella vez, su cuerpo tuvo la amabilidad de cooperar. Colocó la bandeja sobre su regazo, y mientras disfrutaba de la fruta, echó un vistazo por la ventana hasta donde sus ojos podían llegar. Era un valle, así se lo confirmaban la altitud de las montañas que se perdían entre las nubes. Cuando se sintió saciada, dejó la bandeja donde la había encontrado, y descendió de la cama lentamente temiendo desvanecerse en cualquier momento. Tras aquella puerta se encontraban las respuestas a todas sus preguntas, y la curiosidad, no le permitía quedarse ni un segundo más en aquella habitación. Cada tabla del suelo chirriaba a medida que ella avanzaba, y en medio de aquel silencio, los crujidos parecían llantos lastimeros en medio de un desierto. Miró, una por una, cada habitación de aquella casa solariega, que a juzgar por lo que Carla había visto, parecía muy antigua. Agarrada al pasamanos descendió las escaleras de caracol, y apoyando sólo los dedos, fue dejando atrás cada uno de los escalones. Durante un momento perdió la visión, la penumbra lo había invadido todo, y a tientas creyó que podría encontrar una salida. Pero nada más empezar su periplo tropezó con algo, quizá un armario, y todo su contenido se volcó sobre ella, que ya no pudo moverse. Inmóvil, oyó como una puerta se abría y se cerraba de golpe, unos pasos lentos se acercaban hacia ella. De repente una luz cegadora la deslumbró, se echó las manos a la cara para proteger sus ojos, y cuando las retiró, allí estaba él.
- ¡No te asustes! Ahora mismo te ayudaré a salir de ahí- le indicaba el hombre, mientras sus manos no paraban de separar libros.
- Estoy bien, no se preocupe- dijo Carla, que aún seguía un poco desorientada por el golpe.
- Mi nombre es Mario- continuó-, y cómo puedes ver, soy el dueño de esta modesta librería.
- Yo me llamo Carla, y creó - continuó entre risas- que por el volumen de libros que tengo encima, que de modesta, nada de nada. Y los dos desconocidos rompieron en carcajadas.
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