domingo, 21 de noviembre de 2010

UNA PARTIDA DE AJEDREZ(XIV)

Cuatro hombres descendieron del vehículo, que acababa de estacionar delante de la casa de Tomás, y se dirigieron a la entrada. El anciano parapetado tras las cortinas de su dormitorio, se dirigió a su encuentro. Había llegado el momento que llevaba esperando largos años. Sabía que algún día sucedería, y estaba preparado para ello, pero en su fuero interno algo había mantenido encendida la llama de la esperanza. Aunque tenía la certidumbre de que algún día podrían dar con él, de que en algún momento incluso tendría que entregar su vida a cambio, aquellos veinte años le habían parecido poco tiempo. Cuando llegó al piso de abajo, aquellos cuatro desconocidos le estaban esperando en el salón. Uno de ellos, permanecía sentado en una butaca, los otros tres revolvían los cajones, destripaban sus estanterías y tiraban al suelo cada objeto que se encontraban a su paso. Apoyado en el quicio de la puerta, observó con estupor como destruían todo aquello que llevaba reuniendo toda su vida. Allí entre montañas de papeles y portafolios, de libros y agendas, cada uno de aquellos elementos conformaba todo lo que había sido su vida: la investigación. Desde muy joven sintió la necesidad de descubrir que había tras la historia que permanecía escrita en los libros, algo le decía que lo realmente importante nunca se había escrito, o por lo menos, no con la suficiente veracidad. Aquellos pensamientos, llegaron a convertirse en una obsesión que lo recluyeron en su casa entre montañas de lenguas muertas, de jeroglíficos, nadando entre el mar de la alquimia, de la ciencia y la brujería. Buceando en libros mágicos y prohibidos, al final, creyó haber puesto un poco de orden en aquel mundo caótico. Y ahora había llegado el momento de pagar por todo ello, no le asustaba morir; en su cara se dibujó una media sonrisa al sentir como el frío metal se hundía en su carne. Aquellos pobres incautos desconocían que Tomás sólo buscaba la liberación.



Amanecía, y el trasiego diario del pueblo ya se hacía notar. La noche se había alargado entre confidencias y Carla sentía como el peso de aquellas revelaciones doblegaba su, ya, dolorida espalda. En un par de horas debía de abrir otra vez la tienda, y tenía muchas cosas por hacer. Dejó que Manuel y Matías descansaran, bajo la firme promesa de que al mediodía los despertaría. Tras pegarse una ducha, corrió a la panadería y luego se dirigió al quiosco de la esquina, donde todos los días le reservaban un ejemplar de la prensa diaria. Miró el reloj, y vió que faltaba un buen rato para abrir, así que puso rumbo a la taberna del pueblo: se tormaría un par de cafés para contrarrestar el peso de sus párpados. Se acomodó en una de aquellas pequeñas mesas, y esperando que alguien la atendiese, abrió el periódico. De repente, una noticia atrajo su atención: unos desconocidos, aprovechando la oscuridad, habían forzardo la entrada del Priorato de Roncesvalles, y tras burlar los sistemas de seguridad se colaron en sus dependencias llevándose una de las reliquias que se conservaban en el museo. En las siguientes líneas, informaban de que la policía de ambos países estaban colaborando en la investigación y adjuntaban la fotografía del objeto robado: El tablero del Ajedrez de Carlomagno.  Carla salió a toda prisa, debía de advertir a sus compañeros de aquella noticia. Mientras apuraba el paso,sintió por una vez en todo aquel tiempo,  que aquella historia adquiría tintes de realidad. De nuevo la sangre hervía en sus venas, y los latidos del corazón rebotando en sus sienes la devolvieron de nuevo a la tierra. Ahora ya era tarde para volver atrás, sin pretenderlo era parte de aquella historia, desde mucho antes de su nacimiento. Ella no era su padre, se negaba a encerrarse de por vida para mantener oculto un secreto milenario. Tenía que resolver aquello de una vez por todas; sin embargo la sombra de la incertidumbre planeaba sobre su cabeza, y aquello era más de lo que podía soportar su frágil caracter.

Tras colgar un gran cartel de cerrado por enfermedad, y dejar a Matías bajo el cuidado de una vecina, Carla y Manuel iniciaron su viaje hacia Roncesvalles, pero antes tenían que hacer una parada en casa de un buen amigo: Tomás.

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