Hace unos días que Mario empezó a ir al cole. Bajo su anorak rojo, escondido, su amigo del alma, su compañero de juegos de siempre. De repente, su mundo conocido ha desaparecido, las alas algodonadas de mamá han decidido separarlo de ella, y todo el mundo a su alrededor se empeña en que debe hacer amigos. No entiende por qué habría de hacerlo, y mientras piensa en ello, se dirige a su rincón, abrazado a su osito de peluche, buscando en el suelo la seguridad que se le escapó de los bolsillos del mandilón. De vez en cuando levanta su cabeza, y con la mirada perdida observa a aquellos seres, que al igual que él, han dejado allí abandonados. Estoico, permanece en esa esquina como si se tratase de un pilar maestro que sujeta al universo, esperando que la música de su liberación suene. Sale al patio, y se aleja de la algarabía de las otras pequeñas fierecillas y provisto de una pequeña pala, se dirige otro día más hacia su agujero, ese que por más que cava no tiene final, y aunque hace tiempo que lo sabe, le da igual. Sin embargo un buen día algo diferente sucede: la niña espigada que se sienta en la mesa de las cerezas cruza todo el patio, y se dirige a su encuentro. Mario siguió dedicado plenamente a su labor, y no le prestó ni la mínima atención; a ella parecía no importarle demasiado aquel desplante y permaneció en silencio a su lado. Al cabo de un rato, Nerea rebuscó concienzudamente dentro del bolsillo del pantalón, y con cierta dificultad fue capaz de desembarazarse de aquella abertura que parecía querer tragársela. Cuando abrió su puñito, dos caramelos diminutos aparecieron por arte de magia, y con la misma presteza que metió uno en la boca, le ofreció el otro a su compañero. Entonces Mario dejó de cavar, y con aquella mano cubierta de tierra agarró el dulce que le ofrecía la niña. Durante unos minutos los dos se miraron, se observaron minuciosamente, estudiando cada detalle que les parecía interesante; sin embargo aquel embelesamiento les duró, más bien poco; la sirena que sonaba con fuerza los reclamaba, de nuevo, a sus quehaceres, y la maestra no paraba de dar palmadas intentando reclamar su atención. Pero Mario y Nerea habían decidido que no iba con ellos, estaban en el lugar adecuado haciendo cada uno lo que quería, ¿por qué habrían de obedecer? La "seño" tardó sólo unos minutos en darse cuenta de que faltaban pollitos en su corral, y salió toda alborotada a buscarlos al patio. Y allí seguían, con sus miradas perdidas en el cielo, buscando el castillo que acababan de construir. Pero algo había cambiado, ya nada volvería ser como antes, y ellos lo sabían. Se miraron otra vez, y en aquellas caras regordetas se dibujó una sonrisa. Mario agarró la mano de Nerea, y juntos, decidieron enfrentarse a su destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario