Recuerdo cuando pisé por primera vez aquella calle. Era un joven forastero lleno de miedos en una ciudad grande y desconocida. Me abrumaba el rápido trajín de aquellos hombres y mujeres, enfundados en sus gabardinas de color marrón, ataviados con sus aparatosos paraguas, sorteando los charcos con destreza. Recuerdo que era invierno y que llovía a mares.
Yo permanecía inmóvil en el medio de aquel hormiguero, bajo la lluvia, con una maleta en cada mano. Mientras pensaba si entre tanta gente habría un sitio para mi, recibía empujones y alguna reprimenda. Durante unos segundos me miraban entre furiosos y extrañados, luego sus mentes se volvían a ocupar de sus asuntos, y en sus pupilas se reflejaban el novio que mira nervioso el reloj en la puerta del cine, los hijos que esperan a la salida del colegio, el examen que no se han preparado o el rosario de la misa de seis.
A mi nadie me esperaba al otro lado de la calle, era un recién llegado. No había ni novia, ni hijos, ni examen. No tenía que visitar el templo a media tarde para rezar los misterios del rosario. Mientras el resto permanecían ajenos, corrían de aquí para allá, sin prestar atención al marco donde se desarrollaban sus alegrías, sus penas, sus ilusiones, sus melancolías. Yo no podía despegar los ojos del lienzo que servía de fondo para la función, de mi única amiga en aquella ciudad, de la propia calle.
Con el tiempo, ya van diez años desde aquella primera visita, uno tiende a ir convirtiendo la calle en una postal más. Cada vez que acudo a una cita, que voy a la universidad a hacer un examen, que acompaño a algún amigo a recoger a sus hijos al colegio, o que paso por delante de la iglesia. Cada una de esas veces la postal se congela un poco más, hasta que un buen día recuerdas la calle exactamente igual que hace diez años.
Enhorabuena. Ya eres uno más, vistes una gabardina marrón que te cubre hasta los tobillos. Como ahora mismo no llueve el paraguas de tu mano derecha lo empleas a modo de bastón, mientras sorteas los charcos por miedo de mojarte los pies y coger un resfriado. Es invierno y ha anochecido temprano, pero hoy no has quedado con nadie y por la mañana te han avisado que se pospone un par de días tu cita con el dentista. Al contrario de otras veces caminas sin prisa y con la cabeza levantada. No llevas una ruta fija y ni tan siquiera sabes cual es tu destino, te guía el instinto. De repente tuerces una esquina, y bajo la luz de los faroles te parece ver a una vieja amiga. Hacía tiempo que no la veías, y te acercas para comprobar que es ella. Efectivamente es ella, notas que ha cambiado muchísimo, pero sigue estando preciosa.
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