CAPÍTULO TRES
Ya han pasado casi quince años desde que desperté aquella noche en el hospital. Desorientado. ¿Dónde estaba, cómo había llegado allí? ¿Y Susana? Ah sí, Susana ya no estaba, eso era lo único que recordaba.
Desde la penumbra, en una esquina de la habitación, surgió una gruesa voz.
— ¿Qué chaval, estás mejor ya? — a duras penas pude distinguir una silueta de un hombre en la oscuridad, un hombre con un sombrero negro, sin duda. — Empezaba a pensar que dormirías para siempre.
El Hombre de Negro caminó hasta los pies de mi cama. Pude ver el reflejo de las luces de la calle en algo que llevaba en la mano. A partir de aquí, mi mente parece estar en blanco. No recuerdo si me quedé hablando con él tan tranquilo, o si me volvió a dar otra paliza de muerte. Sin embargo estoy seguro de que algo ocurrió aquella noche en el hospital.
El Mundo Exterior.
Un día más de trabajo en la estación de trenes. Uno de los pocos días soleados de diciembre. Una tarde fría, helada. Un día como otro cualquiera.
Los pasajeros circulaban a prisa por la estación. Parecía que ninguno de ellos quisiera permanecer allí más tiempo del necesario. Aún así, una joven pareja parecía querer alargar el tiempo todo lo posible, se besaban y se despedían como si nunca más fueran a encontrarse.
En un banco, en una esquina, se revolvía inquieto un chico enfundado en una gabardina negra. Ofrecía en esta imagen una estampa singular, como la que podría ofrecer una llave inglesa puesta en la mesa como cubierto, aquel no era su lugar. Farfullaba frases ininteligibles para sí mismo a la vez que daba vueltas a un objeto de cristal en su mano. Al mismo tiempo, mirando sobre las altas solapas de su gabardina, no quitaba ojo a la joven pareja de enamorados. Por veces, acariciaba el cuchillo de monte que llevaba en su bolsillo, asegurándose de que siguiera allí.
Los enamorados se despidieron, el tren se marchó. Como en una película del oeste, cabalgó al trote y después al galope, hacia la puesta de sol. Una hermosa tarde que llegaba a su fin.
El reloj marcó las siete y cinco.
El joven enamorado, lloraba sin consuelo, perdido en sus pensamientos, ignorando el mundo a su alrededor.
El chico de la gabardina, caminaba en círculos, nervioso, desorientado, luchando internamente tratando de decidir qué hacer.
Nuevos pasajeros parecían agolparse en las taquillas en pos de un ticket. A las siete y diez partía el último tren del día con destino Madrid.